El Nadador: Un cuento sobre la motivación.
- Noelia Marrero
- 10 mar 2022
- 3 Min. de lectura
Él siempre había soñado con nadar, desde pequeño imaginaba y hasta casi sentía su cuerpo deslizándose cual el de un pez, entre las desafiantes y placenteras aguas.
Y llegó el gran día, malla, gorra y antiparras puestas, se largó con entusiasmo a nadar su sueño.
Todo iba muy bien, hasta el día en que su querido profesor anunció que había llegado el momento del desafío de todo gran nadador: El trampolín.
Él amaba el agua, adoraba sumergirse suavemente en sus cálidos y predecibles brazos. Él se sentía seguro en las profundidades de su piscina, pero le aterraban las alturas. Imaginar el destemplado golpe del aire sobre su cuerpo durante la impredecible caída le helaba la sangre.
Él amaba su sueño, pero le aterraba el recién descubierto costo para mantenerse dentro de él.
Así que mientras pudo siguió nadando dentro de su acotado sueño, esperando que nadie se percatara de su imposibilidad.
Pero el día llegó, y con mucho tacto su entrenado lo instó a pararse en el borde de su terror.
De más está decir que se paralizó, no solo su cuerpo, sino también su alma. La sensación de las gotas de agua secándose sobre su cuerpo, y de las miradas expectantes sobre sus espaldas, lo congelaron por dentro y por fuera. Y allí quedó parado, cual ridícula estatua.
Luego de esperar con paciencia el tiempo prudencial, y al ver que no habían indicios de que se moviera, sus compañeros decidieron que era su momento de actuar, porque lo amaban, conocían y compartían su sueño, veían su potencial, y sabían por propia experiencia que el agua se siente mucho más placentera aún luego del recorrido por el aire.
Y así fue como generosamente se pusieron en acción:
Cada uno de sus compañeros le mostró cómo hacerlo, le explicaron las técnicas, le hablaron de los insignificantes riesgos, le contaron su experiencia con todo entusiasmo, incluso algunos abrieron su corazón y le contaron sus propios temores que al ser enfrentados se habían esfumado. Pero ni la información, ni el cariño y la confianza fueron suficientes. El seguía congelado.
Entonces decidieron hablarle del espíritu de equipo, si no lo hacía por sí mismo al menos debía intentarlo por ellos, todos se veían perjudicados si él no lo lograba. Pero ni la solidaridad ni la culpa lograron movilizarlo. El seguía congelado.
Su profesor, que realmente lo apreciaba y veía sus cualidades poco a poco fue perdiendo la paciencia, lo quería dentro del equipo, pero el mismo se sentía frustrado frente a tan obstinada postura, y aunque no era lo que realmente quería, decidió confrontarlo con el hecho de que si no lo lograba debería expulsarlo de la clase. Pero tampoco el temor logró impulsarlo. El seguía congelado.
La situación realmente era desesperante.
Entonces a alguien se le ocurrió llamar a su madre, después de todo nadie lo conocía mejor que ella, y nadie más había visto nacer y crecer su sueño desde tan cerca.
A los pocos minutos llego, con una toalla en sus manos, y con paso tranquilo pero firme se acercó suavemente a él y le dijo algo breve al oído. De pronto, frente a la mirada atónita de todos, su cuerpo rígido se sacudió, y como si algo volviera a encenderse dentro de él, cerró sus ojos… y saltó.
Cuando intrigados se acercaron a preguntarle a esta mujer que era lo que le había dicho, ella respondió con la simpleza de la sabiduría: Si no lo deseas no debes hacerlo.
En ese momento todos comprendieron que no hay mejores motivadores que la libertad y el deseo.

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